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En busca del Tesoro

10 de agosto de 2019

Tienda de campaña abierta por cuatro costados, protegida sólo por mosquiteras y cremalleras, a orillas del río Luangwa, el que mayor concentración de hipopótamos y cocodrilos alberga de todo el planeta. El hecho de ser uno de los pocos ríos en el cual no se han construido presas, permite a este oasis natural servir de paraíso terrenal para un sinfín de especies. El riesgo de despertar en mitad de la noche con la tienda siendo sacudida por un elefante o escuchando los arañazos y el husmear de una hiena en la lona es absolutamente real y, lejos de asustar, dota a la experiencia de una mayor autenticidad, si cabe.

 

Pero el objetivo de la aventura es claro. Tras cinco países y cerca de una decena de Parques Nacionales en África, la búsqueda de una de sus más amenazadas e impresionantes joyas continúa. Se trata de un cánido de mediano tamaño, de poco más de treinta kilos de peso, con un patrón de coloración absolutamente único y fascinante, combinando blanco, negro y un marrón ocre en lo que parece un puzzle natural e irrepetible entre individuos.

 

Estoy hablando del licaón, el lobo pintado o el perro salvaje, son muchos los nombres que se ha dado a éste, el carnívoro africano que más drástica y rápidamente ha visto disminuido su territorio, una de las principales amenazas a las que se enfrenta. Además, este problema no sólo obliga a reducir el número de individuos en una especie absolutamente social y gregaria, creando manadas menores y por tanto con menor capacidad de éxito, sino que le acerca inevitablemente a sus principales competidores, el león y la hiena.

 

Contra ellos, no tiene absolutamente ninguna oportunidad compitiendo de forma directa y, pese a ser más eficiente que los primeros y al menos tanto como los segundos, ve con mucha frecuencia cómo sus presas son robadas por estos depredadores más poderosos. Además, por sus hábitos es también visto por el hombre como un competidor, por lo que sufre de persecución y caza indiscriminada.

 

Todo ello contribuye a que sea uno de los animales más difíciles de avistar en todo el continente, y con mucha diferencia. Es por ello por lo que, tras intentos fallidos en Botswana y Tanzania, optamos por probar suerte en el segundo Parque más grande de Zambia, conocido por su población estable de estos animales.

 

Tras una mañana invertida sin éxito en la búsqueda de leopardos, decidimos emplear la tarde por completo a encontrar a estos esquivos y preciados cánidos. Conduciendo por el Parque Nacional durante algo más de una hora, a gran velocidad y sin detenernos ante los numerosos antílopes, elefantes, hipopótamos o innumerables aves que veíamos, llegamos a una gran explanada en la que disminuimos el ritmo para contemplar un enorme grupo de búfalos del Cabo.

 

Fue en ese momento, mientras observábamos a los impresionantes bóvidos, cuando el conductor sacó sus prismáticos y guardó un elocuente silencio durante unos minutos. Las palabras que pronunció a continuación como un susurro nos helaron la sangre y nos erizaron el vello “Wild Dogs”. Acto seguido, arrancó el motor del vehículo y condujo a toda velocidad hacia una zona abierta y despejada de matorrales.

 

A medida que nos acercábamos no podía más que contener la respiración, quizá para otras personas esto pueda parecer un simple encuentro, pero para nosotros era algo más, era tremendamente especial e importante, suponía contemplar una imagen que, tristemente puede que dentro de unos años quede restringida a las fotos y documentales.

 

Ahí estaban, a escasos veinte metros de nuestro coche, una manada de trece espectaculares y preciosos perros pintados, con ese patrón incomparable y mágico que los hace aún más únicos. Estaban descansando y alternaban juegos con enormes bostezos en los que nos enseñaban una de las mandíbulas más poderosas de África. Un par de buitres se peleaban entre ellos por los excrementos de estos animales, de los que se alimentan y ocasionalmente algún licaón molesto les hacía saber que no eran bienvenidos. Una enorme jirafa contemplaba la escena a pocos metros, sabedora de que su tamaño le convertía en una presa imposible para estos carnívoros.

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Todo parecía sacado de un documental, pasamos cerca de una hora deleitándonos con el escenario y agotando las memorias de las cámaras haciendo cientos de fotos a lo que sentíamos como el descubrimiento de un verdadero tesoro. Pero de repente, todo tomó un giro inesperado, y es que África nunca hace regalos sencillos. Uno de los miembros de la pareja dominante abandonó su descanso y se puso en pie oteando el horizonte.

 

Cuando acompañamos su mirada descubrimos a lo lejos un grupo de impalas, nos miramos sonriendo con la ilusión de algo casi imposible. Pero resultó no serlo. El licaón comenzó a trotar avisando al resto del grupo, que no dudaron en acompañarle en su expedición. Arrancamos el motor del coche y nos dispusimos a seguirlos, rodeados ya por varios coches más que habían acudido ante la llamada del acontecimiento.

 

A medida que los licaones cobraban velocidad (pueden alcanzar los sesenta kilómetros por hora) nuestro coche aceleraba y lo mismo hacían los demás, introduciéndonos en una nube de polvo y de adrenalina persiguiendo la acción, una auténtica cacería en vivo. La forma de estos animales de tomar relevos y cubrir distintos flancos para aislar a sus presas cobraba forma ante nuestros ojos, a cada lance fallido en el que pensamos que habían dejado escapar a un individuo, otro miembro de la manada surgía de la misma nada para acorralarle.

 

Lo cierto es que habría sido increíble verlos culminar la caza con éxito, pero pensamos que habían empezado a correr demasiado pronto y los antílopes son extremadamente rápidos. No obstante, cuando pensamos que habían desistido y los perdimos de vista, resurgieron de nuevo acosando al mismo grupo. Así lo intentaron tres veces y así lo contemplamos, hasta que terminaron la persecución entrando en una zona de matorral frondoso y los perdimos definitivamente.

 

Sin duda fue la experiencia más increíble que he vivido en África y una de las mayores de toda mi vida. Detuvimos el coche en una zona segura a orillas del río Luangwa y abrimos unas merecidas cervezas ya fuera del vehículo. Y es que no hay puestas de sol como las del continente mágico. Frente a nosotros, varios hipopótamos emitían su característica llamada territorial y en la superficie y orilla se adivinaba alguna silueta escamosa que apuntaba a que sería una mala decisión el bañarse en la zona.

 

Todo estaba en calma hasta que por nuestra izquierda, estando ya totalmente solos y sin otros coches alrededor, vimos cómo corría un grupo de antílopes, presumiblemente Pukus, aunque estaban demasiado lejos como para distinguirlos. Fantaseamos con que hubiera un león o leopardo tras ellos o quizá un grupo de hienas, pero entendimos que continuaban la carrera instigados por unos licaones que hacía tiempo habían abandonado su empeño.

 

No obstante, cuando el grupo pasó por delante de nosotros, vimos a otro antílope aislado corriendo a toda velocidad en nuestra dirección, era un Bushbuck, uno de los más bonitos ungulados de África. Pero lo que vimos a continuación nos cortó el aliento. Tras él, surgieron varias siluetas de menor tamaño y mayor gracilidad: eran los licaones.

 

Con el pulso tembloroso y de puro milagro conseguí rescatar mi teléfono del bolsillo y grabar la secuencia que contemplamos a continuación. Justo frente a nosotros, como si de un regalo privado se tratara, cazador y presa galopaban a orillas del río. Cuando parecía que el antílope iba a caer inevitablemente en las hambrientas fauces de los cánidos, sorprendió a todos con un impetuoso salto al agua.

 

De pronto, de la nada, surgieron dos cocodrilos que se abalanzaron sobre él, uno de ellos llegando a morderlo y hundirlo en lo que pensamos que sería su final. Inexplicablemente, el antílope reapareció en la superficie nadando por el río hasta llegar a una zona menos profunda, donde pudimos ver cómo cojeaba. Los licaones esperaban impacientes en la orilla, conocedores del peligro que suponen los cocodrilos, reacios a cruzar el pequeño tramo de agua que les separaba de su presa.

 

El antílope continúo su camino de islote en islote esquivando a un cocodrilo más hasta que vimos cómo por la izquierda se aproximaba, como si de una lancha motora se tratase, uno de los cocodrilos más grandes que he visto hasta la fecha. En un sprint final, y gracias a que el río perdía fondo y estos reptiles son lentos en tierra, el Bushbuck consiguió librarse milagrosamente de nuevo de un destino lleno de dientes afilados.

 

Se mantuvo entonces, con toda seguridad aterrorizado, durante unos minutos en el banco de arena que había coronado, cuando otro enorme lagarto se abalanzó sobre él, en un intento desesperado que esta vez le costó menos esquivar. De pronto, donde antes había aguas tranquilas, hasta una decena de pares ojos se asomaban sobre la superficie haciéndonos ver que es verdad aquello que nos decían sobre la concentración de cocodrilos en el río.

 

Los licaones para entonces habían perdido su interés, probablemente dando por regalada su comida a los enormes reptiles, y habían abandonado la zona. En ese momento, el fatigado antílope abandonó la seguridad del banco de arena y en varios saltos por el agua consiguió alcanzar la orilla, perseguido por otros dos cocodrilos más.

 

Estallamos en vítores de alegría y aun totalmente impactados por lo que acabábamos de ver. Mi gran amigo Abel y yo disentíamos en ese momento, a él le habría gustado que los licaones hicieran presa y a mí, si bien es verdad que me habría sentido inmensamente afortunado de presenciarlo, dada la distancia a la que se encontraban y el hecho de que no habríamos podido verlo tan bien como nos gustaría, me alegró mucho que se librara. Al final coincidimos en que se lo había merecido sin ninguna duda.

 

Mi buen amigo me dijo entonces una verdad como un templo “No vamos a volver a ver algo así en toda nuestra vida” y tras esa lapidaria y sincera frase, nos miramos y no pudimos más que sonreír nerviosos por la experiencia que acabábamos de vivir. Pasamos un buen rato contemplando el atardecer en el río, con la emoción aun encogiendo nuestros corazones y sintiéndonos las personas más afortunadas del mundo en ese momento.

 

Y es que África siempre sorprende y siempre regala, sólo hay que saber ser paciente y recibir lo que da como lo que es, una auténtica suerte y una bendición. Consciente de que sería algo único que me costaría mucho contar con el tiempo, pude tomar estas fotos y vídeos que espero que te ayuden a compartir con nosotros ese momento tan especial.

 

Espero que hayas disfrutado con la historia y, como siempre, muchas gracias por tu tiempo y atención.

 

¡Nos leemos pronto!

 

Bichólogo

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